Echaremos de menos la lentitud de estos dias

La cuarentena no ha sido igual para todos. Las dificultades económicas, las facturas por pagar, no disponer de ingresos, el bloqueo de las empresas, encontrarse en una vivienda en malas condiciones, han sin duda significado, para muchos, un obstáculo obviamente insuperable.
Afortunado, entonces, quien ha podido experimentar la mejor parte de este aislamiento forzado.
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Porque el otro lado de esta cuarentena ha sido, para muchos, poder por fin apreciar el valor de lo que se tiene, el valor de lo que a veces nos parece poco e insuficiente, de las cosas esenciales: tener a nuestro lado a quien nos quiere, comida en la mesa, la posibilidad de hacer frente a las necesidades cotidianas, la libertad y otros “tesoros” a menudo menospreciados.
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No es de extrañar que, en la dificultad, lo esencial recobre su importancia.
En las situaciones difíciles causadas por “factores externos” – como en una guerra, el compartir la misma trinchera con otros camaradas – hacen por lo general que las personas sean más solidarias. Saber que tu vecino también tiene tus mismas dificultades y el mismo enemigo te ayuda a sentirlo más cerca, nos ayuda a sentirnos más iguales, porque por un momento, la competitividad social da paso a la comunidad.
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Por otro lado, la inhibición del consumo, en una limitación hacia lo indispensable, nos ha nivelado, ha hecho que todos seamos más parecidos, debilitando la ostentación de la riqueza y las diferencias: la felicidad individual, nos guste o no, es siempre relativa y el bienestar relativo no justifica el descontento con las profundas desigualdades sociales.
El viejo dicho “era mejor cuando era peor”, en realidad, no refleja nada más que ese sentimiento de comunidad perdida con la sociedad del bienestar.
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De la misma manera hemos asì redescubierto el valor del vecindario, de las relaciones familiares, de los amigos más cercanos.
Hemos redescubierto el valor de divertirse con poco, sin tener que aturdirse con música y alcohol.
Hemos redescubierto el valor de charlar con un amigo, una llamada telefónica, una película familiar, saludarnos desde los balcones, tiempo para preparar la cena en compañía y luego sentarnos en la mesa todos juntos, de jugar con los niños.
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Y, quién ha podido permitírselo, ha descubierto el placer de la lentitud, de un ritmo más humano, libre de la rutina y de la ansiedad de los horarios que, como adictos a la velocidad, muchos habíamos dejado de apreciar. Hemos descubierto el placer de no estar totalmente absorbidos por el trabajo, por miles de compromisos, volver a dedicarnos a nosotros mismos y, como para encontrar una libertad perdida, nos lanzamos de cabeza al cuidado de nuestro cuerpo, nuestra cocina, nuestro intelecto.
Hemos redescubierto el valor del ocio, la reflexión, la lectura, el pensamiento, el aprendizaje de cosas nuevas, la observación de lo que sucede a nuestro alrededor, de la concentración.
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Diría que nadie, ni siquiera aquellos que juran ser asociales en el mundo, ha apreciado la soledad.
Somos animales sociales, nos necesitamos los unos a los otros, psicológica y físicamente.
Todos hemos entendido que vivir la cuarentena solo era o habría sido una prueba difícil, por lo que nos recordó que no necesitamos mil extraños para ser felices, pero que el estrecho círculo de personas que está auténticamente cerca de nosotros es vital.
Nos ha hecho notar cuanto el consumismo está salpicado de cosas innecesarias y superfluas y que de todo esto está construido nuestro sistema de producción. Pero, sin hipocresía, también nos hizo apreciar las pequeñas comodidades que nos brindaba la sociedad del bienestar: la capacidad de hablar remotamente con amigos y familiares, de vernos, de intercambiar ideas, de poder pedir o leer un libro en Internet.
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Por lo tanto, cada uno de nosotros habrá tenido la oportunidad de pensar en lo esencial y, quizás, repensar nuestro enfoque de la vida diaria, pero también nuestras metas y sueños.
Así que, no dejemos que el regreso a la rutina nos robe todo esto, no dejemos que los frutos de lo que hemos aprendido se pudran.
No nos rindamos a la primacía de la eficiencia, recuperemos nuestra dimensión humana y transformemosla en nuevos propósitos para la sociedad.
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Una sociedad que da espacio a la vida, que viaja a ritmos humanos y no a ritmos de ordenador, sin perseguir ganancias sobre ganancias, cosas sobre cosas, velocidad por velocidad. Sin retornos moralistas al pasado, pero con saltos imaginativos hacia el futuro, para una nueva síntesis entre sobriedad y crecimiento, entre calidad y bienestar, entre el hombre y las nuevas tecnologías.
Lo que algunos llaman feliz decrecimiento, esperando un futuro diferente del futuro robótico, hipercontrolado, hipereficiente, deshumanizado y francamente aterrador que parece estar esperándonos.
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Emmanuel Raffaele Maraziti

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